El niño escucha las palabras que más teme disparadas desde los labios del abuelo:
—Vamos al granero, pequeño.
El niño tiembla, no le gusta lo que el abuelo y él hacen ahí, pero no hay forma de decir que no, ambos salen de la casa y se dirigen al temido lugar, la mañana en el bosque es hermosa y terrible, ahí están alejados de la civilización, el ruido y de su propia humanidad.
Si su madre estuviera aquí, lo protegería, impediría que el abuelo lo obligara a hacer lo que están por hacer, por desgracia, ella ya lleva un par de meses muerta, así que esa no es opción.
Llegan al granero y sus pupilas libran una violenta batalla contra la oscuridad.
«Vamos muchacho, te prometo que haré que lo disfrutes tanto como yo».
El niño cierra los ojos y el abuelo lo conduce al interior.
Caminan y el silencio canta como si estuviera borracho.
«Abre los ojos, pequeño», dice el anciano. «No, no quiero hacerlo abuelo, por favor no me obligues».
Entonces el anciano réplica:
«Quiero que veas cómo lo hago, para que después lo hagas tú».
El niño, acorralado por la voluntad del abuelo, separa los párpados lentamente, temeroso de lo que va a encontrar, frente a él, está esa visión grotesca a la que no termina de acostumbrarse: un hombre atado y sumamente herido, con la sangre tan seca como su voz.
El niño da un salto involuntario al ver cómo el abuelo estampa tres puñetazos al hombre atado.
Después le acerca un tubo metálico: «Tu turno, pequeño».
El niño niega con la cabeza, no quiere volver a hacer esto, «Hazlo» dice el abuelo con cierta rabia en la voz, el niño llora y vuelve a negar con la cabeza.
El anciano lo toma de los hombros, lo mira fijamente y le habla con un tono más comprensivo:
—Sé que tienes pesadillas.
Te escucho gritar de noche, pero creéme, todos los horrores que guardas en tu cabeza, no se comparan con los horrores que este hombre le hizo a tu madre… Justo antes de matarla. ¡Así que no me digas que no puedes…!
Santiago Pedraza.